martes, 29 de abril de 2014

El odioso premio a la incongruencia


opinión

En 1947, el "Caudillo de España y de la Cruzada", Generalísimo Francisco Franco, dispuso que a su muerte lo sucediera un Rey. Decidió, además, que fuera un descendiente de Alfonso XIII, desplazado en 1931 por la República que el propio Franco hizo añicos a costa de una guerra civil.

El afán de poder póstumo no terminó allí. El futuro Rey no sería el hijo de Alfonso -que no era beato ni tan anticomunista como Franco quería-- sino su nieto, Juan Carlos; y al declararlo príncipe heredero, hizo que le jurase lealtad a él, así como "a los principios del Movimiento Nacional" franquista. Una breve película del juramento puede verse en: https://www.youtube.com/watch?v=Od01GvIdS_s

A la muerte de Franco, cuando el delfín del Caudillo se calzó la corona, fue ensalzado hasta por republicanos y comunistas. Ellos, y el mundo, vieron en él a un "Rey democrático", y así lo llamaron. Adolfo Suárez, Vicepresidente de aquel Movimiento Nacional franquista --a quien el Caudillo había hecho gobernador Segovia y luego amo de la omnipotente radiotelevisión oficial-- se convirtió tras la muerte de Franco en "el artífice de la democracia". Esa fue la unánime condición que terminó atribuyéndole la comunidad política de España, la misma que, a su reciente muerte, se repitió en el mundo entero. Mudar de posición no es indigno. Evolucionar no es, al fin de cuentas, otra cosa que cambiar; y si alguien cambia para bien, no cabe exigirle que persevere en el error.

El cambio indeseable es el que provoca involución. No fue el caso España, donde la acrobacia política del Rey y de Suárez despejó la entrada a la democracia. No obstante, hay mucho de odioso en el premio a quienes se paseaban por el Palacio de la Zarzuela mientras luchadores coherentes habitaban las cárceles de Franco, sufrían tormento o estaban obligados a vivir lejos de su terruño. De haber triunfado la congruencia, España se habría vuelto republicana, y el primer gobernante democrático habría sido, acaso, el preclaro Luis Jiménez de Asúa, que entre 1962 y 1970 presidió, desde la Argentina, la República Española en el Exilio.

En Rusia, Vladimir Putin integró la KGB --la CIA soviética-- hasta la caída de la URSS, en 1991. Se retiró con el grado de Teniente Coronel. Su misión más importante había tenido lugar en la Alemania comunista, donde la policía secreta (Stasi) lo había condecorado con la medalla de oro.

Caída la Unión Soviética, Putin fue saludado como un "gran demócrata". Su actuación posterior, a diferencia de lo que ocurrió con Juan Carlos y Suárez, menguó su prestigio. Se lo vio autoritario y, en los últimos tiempos, se supo de su vocación imperial. Ha dicho, por lo demás, que el colapso de la URSS fue "la mayor catástrofe geopolítica del siglo [XX]" y sentenció que "quien no lamente la desaparición de la Unión Soviética no tiene corazón". Con todo, este gobernante arbitrario, expansionista y nostálgico, ha guiado el paso del comunismo a un circunspecto sistema capitalista. Sin embargo, es también odioso que un espía soviético se haya hecho del lugar que pudo ocupa, tal vez, r algunos de los valerosos activistas del Comité de Derechos Humanos, fundado en Moscú por Andréi Sajarov durante el imperio de los Soviets. Símbolo de la resistencia, Alexander Solyenitzin, miembro de ese Comité, pudo haber presidido un gobierno de transición. En la Argentina, el peronismo de los últimos años ha exhibido una sorprendente capacidad para mutar.

Carlos Menem proponía, en 1986, la nacionalización del comercio exterior y de los depósitos bancarios. Para él, "achicar el Estado" era, cuanto menos, una "zoncera". En el libro Argentina hacia el año 2000 alertó sobre el peligro de una "penetración liberal en el peronismo", explicó que el subdesarrollo era culpa del "imperio" y sostuvo que la Argentina debía luchar, desde el Tercer Mundo, contra la "dependencia". Tres años más tarde, achicaría el Estado, se haría un peronista neoliberal, anunciaría nuestra entrada al "primer mundo", auspiciaría las "relaciones carnales" con los Estados Unidos y convertiría a la Argentina en "aliado extra OTAN" del "imperio".

Néstor Kirchner también hizo un giro inesperado. En 1996 se proclamó "defensor acérrimo de la contabilidad" y elogió al ministro Domingo Cavallo, "pieza vital" en la reelección de Menem, que era el conductor de un "proceso de transformación y cambio". Por otra parte impulsó con todas sus fuerzas la privatización de YPF, de la cual Oscar Parrilli, entonces diputado, dijo que era "un apoyo explícito a nuestro compañero Presidente". Años más tarde, Kirchner se convirtió en un feroz crítico de los 90, agrandó el Estado y aseguró no haber apoyado nunca a Menem. Bajo su gobierno se suspendieron las relaciones de la Argentina con el Fondo Monetario, y él se mostró tan hostil al Presidente George W. Bush como cercano al Presidente Hugo Chávez. Hay una diferencia entre esas metamorfosis vernáculas y las de España o Rusia, que abrieron un camino sin rotondas ni salidas. Los españoles entraron a la democracia y los rusos al capitalismo. En la Argentina, hubo cambios sucesivos, que un día nos hicieron marchar para el norte y otro día para el sur. Eso condena al estancamiento.

Hoy, protagonistas de la década kirchnerista -que ocuparon puestos tan altos como la Vicepresidencia de la Nación o la Jefatura de Gabinete- se preparan para protagonizar, en el supuesto de que llegaran al gobierno, un gran cambio. El riesgo es que, en caso de lograrlo, nos hagan marchar esta vez para el este o el oeste. La Argentina necesita un GPS que nos oriente hacia otros objetivos.

Sería más que odioso (y dañino) que otra vez el premio se lo llevara la incongruencia; no la perseverancia de quienes se opusieron, con fundamentos, a Menem cuando gobernaba Menem y a los Kirchner cuando gobernaron los Kirchner. Los que supieron que íbamos por mal camino.

Por Rodolfo Terragno